The same (sort of) but in English

martes, 3 de noviembre de 2020

Causas



Aprendo que muchas cosas tienen causas. Es importante aprender las causas de cosas como las guerras y las revoluciones. Casi siempre hay cuatro causas que caben en una línea cada una. 


Me pregunto si las cosas buenas también tienen causas. A lo mejor hasta yo tengo causas, pero no llenarían cuatro líneas porque sólo soy una niña. Creo que las causas están antes de la cosa. ¿Los papás contarán como causa? Napoleón era causa de una de las guerras que vimos y él era una persona, así que yo creo que sí. (Bueno, no él, algo que hizo él). Aunque la verdad me gustaría más otra cosa: ‘Pangea’ me parece mucho más divertido, o ‘La migración de las mariposas monarca’. 


A lo mejor las guerras no pueden escoger sus causas, pero la gente sí. ¿Por qué nadie me habrá preguntado que cuáles son mis causas? Tengo respuestas bonitas. Aunque, la verdad, la verdad, no sé lo que son las causas y me da pena preguntar porque seguro ya lo explicaron pero yo no escuché. 


Soy distraída, me dicen. Eso me preocupa porque a lo mejor por eso me quedé sin causas. Tenía que escogerlas para que las anotaran en una lista, como los animales para la exposición, y yo no dije nada por estar pensando en otra cosa y por eso me tocó la esponja marina, que además yo no sé ni si es animal, o es planta o qué. 

miércoles, 7 de octubre de 2020

Raíces adventicias



Creí que había muerto. Hace unas semanas empezó a ponerse amarillo y cuando lo acaricié una bandada de palomillas blancas levantaron el vuelo. Polvo de palomillas en mis dedos como si me hubiera manchado de gis.  Debió haber sido hermoso si yo hubiera sido chiquitita y lo contemplara todo desde abajo: Pájaros magníficos, los bichitos que le chupaban la sangre a mi pepino. 


Creí que yo lo había matado porque le eché agua con jabón como me dijo el señor del vivero, pero se me olvidó secarlo después, como me dijo el señor del vivero. Además olía un poco a cloro. Creo que también se me olvidó lavar el tubito del aspersor y la desinfección terminó siendo demasiada.


Las hojas ya no eran amarillas. Ya no eran. En el lugar donde alguna vez estuvieron había tristezas parduzcas y arrugadas. Alguien me dijo una vez que si les quitas a las plantas las hojas dañadas tienen más energía para que crezcan las partes sanas. Miré largamente a mi pepino en busca de partes sanas pero terminé perdiéndome en los garabatos que forman los tentáculos (en internet encontré que se llaman ‘raíces adventicias’ y no estoy segura de que sea cierto, pero lo pongo porque me gustó el nombre) para aferrarse a la guía. Es hermoso, aunque no sepa a dónde ir. Algunas no se aferran a nada y sólo cuelgan y se enroscan en el aire. Tal vez todos deberíamos de ser un poco más raíces adventicias. 


Lo siento, divago. Mis plantas me han enseñado a ser paciente (el pepino no, hasta ahora había crecido con desesperación) así que tomé las tijeras y corté con mucho cuidado pero sin piedad todas las partes enfermas. Dejé que las hojas muertas cubrieran el suelo y les pedí que nutrieran a la planta, aunque también pensé que tal vez esa no era la mejor manera de acabar con una plaga. 


Pensé que lo había matado porque ya no se parecía a sí mismo. Sólo le quedaba una hoja verde y diminuta. Seguí esperando, impulsada un poco por la esperanza más la ternura de la hoja menos los inconvenientes prácticos que suponía arrancarlo. 


A los pocos días mi pepino volvió a cubrirse de amarillo, pero esta vez  eran flores. Si creyera en dios le pediría que me podara. Tal vez estoy rezando. Tal vez esta es la forma que tiene dios de hacer lo que le pido. Amén.  


domingo, 6 de septiembre de 2020

Raíces



Hace mucho que no escribo. Hace más todavía que no escribo algo que me parezca que vale un poquito la pena. No sé por dónde empezar. Escribir es como deshacer nudos. Necesitas encontrar una hebra para tirar de ahí. 

El problema es el encierro. Quiero decir que en el encierro está todo demasiado cerca de sí mismo y es imposible encontrar nada. Me muevo despacio para no tropezar, para no lastimarme, para no arrancar las hierbas que nacen. 

Me muevo en cámara lenta y eso hace que el tiempo pase más de prisa. Aunque tal vez al tiempo no le importo yo, ni mis precauciones, ni el sonido del agua. 

Creo que el tiempo se escurre por la vida como el agua sobre la tierra muy seca y después crecen flores en lugares impredecibles. 

Creo que todo esto es una metáfora de algo pero no sé de qué. No sé si yo sería el agua o la grieta o el lugar impredecible. No soy una flor, o es lo menos probable, aunque cuando siembro sí soy una planta, pero no la más grande, ni la más fuerte ni la primera en nacer. Soy esa planta más bien tímida con una hoja más pequeña que la otra y que no ha logrado soltar la semilla y se arquea un poco en dirección al sol. 

Creo que secretamente mis plantas saben que las quiero. Por eso echan raíces. Mis plantas echan raíces porque así ni a ellas ni a mí nos llevará el viento, aunque a veces sintamos que estamos a punto de ahogarnos en una grieta en un lugar impredecible. 

Esto no es lo que tenía pensado escribir cuando subí por la libreta. 

Creo que mi cabeza es un jardín al que no entraba en mucho tiempo, por eso ya no recuerdo a dónde llevan los caminos y tengo que detenerme a levantar la maleza. También creo que la maleza son sólo plantas que tienen un nombre que yo no conozco, por eso no las arranco aunque muchas veces se me enreden en los pies. Tal vez yo soy la maleza. Lo que quiero decir es que no hay sendero y por eso termino escribiendo cualquier cosa. Parece que se me olvidó lo que estaba buscando cuando entré al jardín y me moví por donde pude para no molestar a las plantas.

Creo que las plantas sabían que iba a venir a visitarlas y me llevaron a los sitios donde hacía falta remover la tierra y encontrar una grieta y dejarme de historias. 

 

miércoles, 8 de abril de 2020

Confinamiento




Tengo que usar el teléfono para saber qué día es, de otra forma me pierdo aunque cuente con los dedos de las manos.

Ayer estaba convencida de que en la noche era viernes porque los vecinos tenían fiesta. Razonamiento correcto con premisas falsas.

Escribo para entenderme, pero a veces prefiero jugar en los charcos por miedo a la marea. No me gusta que se me meta el agua en la nariz. Los charcos son Netflix, limpiar el polvo, el Profesor.

Tocan a la puerta y me doy cuenta de que me estaba aguantando las ganas de llorar. Sonrío y acomodo las naranjas en el refri. La cocina vuelve a estar sola y en orden otra vez. Yo nada más vuelvo a estar sola. Por eso escribo.

Escribo a tientas con una mano sobre las grietas pero no encuentro las repisas, no sé dónde poner las naranjas, ni la risa, ni el miedo. Tengo que sacar eso de la estufa, ni la paciencia, espero, estornudo, me lloran los ojos, lloro, cebolla, no veo. 
No sé qué dejar en el suelo y qué seguir cargando. Algo huele a podrido, pero no lo encuentro. 
Empujo todo con los pies y me tumbo en el suelo a hacer ángeles de nieve.

Tal vez no sea verdad, pero nadie está aquí para verlo.


martes, 7 de abril de 2020

¿Pausa?



Hay lugares que parece que saben que van a estar bien contigo. Te reciben, te acoge su magia y sus tinieblas, huelen a asombro más que a miedo. Nos mecen y se acoplan al ritmo de nuestra respiración. Así fue Gambela para mí. 

Antes hablaba de ir a África y ahora no digo ni siquiera que viví en Etiopía. Yo estuve en Gambela. El resto no lo conozco. Ahora ellos tienen su propia huella, sus propios contornos más o menos definidos en mi imaginación. A su alrededor el resto de África sigue siendo un abismo que me invita y a donde espero volver. 


martes, 24 de marzo de 2020

Corona



No necesita traducción ni contexto: corona. Aquí tampoco hablamos ya de otra cosa. Corona en el noticiero, corona por teléfono, corona pegado en las paredes, corona en los chistes, corona en el miedo, corona cada vez más cerca. Está todo en las manos (bien lavadas) de dios. Eso es lo que dicen aquí. 

Gel antibacterial, sana distancia, conspiración, confinamiento. Dudas. Nadie parece saber muy bien qué hacer, todos miran al rededor, preguntan, sugieren, critican, copian, memorizan las últimas estadísticas. Yo ni para eso soy buena. Desde hace mucho me suena a muchísimos, con más o menos ceros entre infectados y muertos locales o globales. 

Aunque muchas veces no la digo, de vez en cuando sí tengo una opinión más o menos formada de lo que tocaba hacer, de si se hizo bien, de qué creo que se hizo mal, o por lo menos de preguntas que necesitaría responderme. Ahora no tengo nada. Yo ya no sé qué medidas son demasiado radicales y cuáles adecuadas debido a lo dramático y volátil de la situación. Tengo miedo, y un 'panicómetro' instalado con un amigo, que hace que la cifra salga siempre un poquito más baja nada más porque me hace reír. 

Más que enfermarme yo, me asusta la incertidumbre de lo que va a pasar, la idea de que enfermen personas a las que quiero, la idea de que el virus entre al campo de refugiados y tantos otros sitios donde no tienen cómo defenderse, los negocios en quiebra, lo que viene.  

Me da la sensación de que algo se hizo muy mal desde el principio, hay algo llevaba ya mucho tiempo roto. A ver si logramos usar esta crisis para encontrar las grietas y empezar a sanarlas.     

martes, 17 de marzo de 2020

Confesión


Mamá también murió un día 13 y yo vuelo un día 13 por segundo año consecutivo. En la sala de espera me entero de que los africanos tienen con el tiempo una relación distinta de la occidental. No están a su merced como nosotros, que lo entendemos como un elemento implacable que obra con independencia de las personas. Para ellos, explica el autor, las cosas suceden cuando la gente decide que es momento, cuando pueden, cuando están listos, independientemente de la hora. 

A penas despegó el avión, frente a la perspectiva de pasar algunas horas en una sala de espera me asaltó una pregunta que parecía haber estado esperando al acecho: ¿Qué estoy haciendo? No habría nadie buscándome al otro lado y tendría frío. Me sentí cansada. 

Después pensé en África. En hacer algo porque quiero, sin más razón ni obligación que perseguir un sueño y volví a ilusionarme. En el avión estoy nerviosa y duermo poco. Entrego mis horas alegremente a 'Devil wears Prada' y una versión renovada de Tetris. No, no tenía que venir. Quiero. 

Pienso en los ciclos. Pienso en los ciclos que tienen que ver con el nombre del tiempo y en cerrarlos, que tiene que ver conmigo. Así que un día 13 me levanto muy temprano para tomar un avión y otra vez mi madre no estará ahí para verlo. Voy sola y no, y cada vez más lista para acompañarme por todos los días 13 que han pasado y los que no. 

jueves, 5 de marzo de 2020

Refugiados

Nguenyyiel


El camino al campo de refugiados es de las pocas cosas que son tal y como me las imaginaba. Es como en las películas: El chofer local conduce la camioneta que lleva una banderita al frente y el logo de la ONG por todos lados. Escuchamos música y nos movemos por un camino de tierra en medio de la nada. De vez en cuando se cruza una cabra, una mujer que lleva leña, una vaca o un grupo de niños.   

La idea del campo de refugiados es la que más tiempo me consumió antes de llegar. Traté de leer, de preguntar, de informarme para poder imaginarlo, pero no logré nada. Ingenuamente, pensé que cuando lo viera podría entenderlo. No. Describir la experiencia de un campo de refugiados se me antoja tan complicado como reconstruir la copa reventada por un grito completamente a ciegas. Lo consecuente sería tal vez no escribir nada. 

El campo reverbera en mí hasta mucho después de haber salido. Mientras estoy allí tengo dos posibles estados anímicos que desgraciadamente no controlo: completamente presente y entregada a lo que tengo delante, o absolutamente desorientada al punto de no recordar la puerta por la que acabo de salir. 

Si ya intelectualmente la idea me resulta compleja, emocionalmente no tiene ni pies ni cabeza: gente que vive confinada a un espacio delimitado específicamente para ella y que difícilmente puede abandonar. Gente que depende de la ayuda de otros, de la buena voluntad de otros, de la logística y de la buena suerte para tener agua y comida. Son extranjeros, son extraños, hablan otra lengua, son negros, son hordas, están cansados. 

Más allá de eso, la visita al campo de refugiados invariablemente me hace sentir triste aunque siempre aprendo, me río y, de alguna manera, lo paso bien. Eso es lo inquietante, lo paso bien porque gente como Simon me cuenta historias mientras me explica el significado de su brazalete, las mujeres me preguntan por el significado de mi tatuaje mientras intentan borrarlo y me explican el significado de sus nombres, los niños me tocan el pelo y me hacen parte de un juego que no entiendo, pero juego. 

Yo escucho, hago preguntas, observo, tomo notas y me siento un poco avergonzada y culpable por pasarla bien con ellos porque no sé qué es lo que yo les estoy dejando, quisiera darles todos los abrazos, porque eso no tendría que haber pasado, porque al final del día yo dejo el campo, y ellos no. 


lunes, 24 de febrero de 2020

Gambela



Los fines de semana son tan largos que me dio por dibujar en Paint. Ilustra esta entrada una de mis más recientes obras. El calor aplasta, evapora las ganas de moverse y es que, aunque saliera, me encontraría con lo mismo de siempre: la calle larga y polvorienta con su basura y sus perros flacos buscando la sombra. En las esquinas, por quién sabe qué misterio, aparecen los niños que me llaman, se me acercan, me dan la mano. 

Después de un rato llegamos al río. Es lindo el río, y ofrece un paisaje bastante peculiar. Un verdadero espacio multiusos. A la derecha una familia se baña, rodeada de niños que corren y juegan, un poco más adelante un grupo de mujeres lava la ropa y a la derecha, un grupo variopinto de automóviles en fila: moto-taxis, coches, camionetas que los hombres limpian. Aquí no discriminamos a nadie. Finalmente, en algún punto, ahora mismo no se ve, pero sabemos que está ahí, un cocodrilo.  

Todavía un poco más adelante tenemos la glorieta de la cabra donde uno pensaría que puede elegir, pues no. Tienes que seguir recto. El camino de la izquierda lleva a una calle cerrada (más que una calle cerrada, una calle completamente abierta a la nada, a un descampado), el camino de la derecha lleva al hotel Baro, así que seguimos derecho rumbo a todo lo demás. Un súper que no tiene casi nada y un mercado que tiene objetos inimaginables. En este punto tu cuerpo ha perdido tanta agua y estás tan pegosteoso y caliente que tienes que parar. La última vez yo opté por entrar al súper a comprar la paleta de helado más cara de la historia, pero hay más opciones de refugio disponibles. 

En ese momento te das cuenta de que estás terriblemente lejos, porque aunque la distancia sea la misma, ahora estás cansado, muy cansado. Lentamente, emprendes el camino de vuelta. Te detienes en uno de los últimos puestos a comprar plátanos (es esencial en estas condiciones no llevar nunca más peso del imprescindible). 

Entonces pasa Gambela. Estás a punto de entrar cuando escuchas tu nombre. Están bebiendo té, cerveza, vino, café, agua embotellada o todas las anteriores sentados (no es genérico inclusivo, es literal, hombres. Aquí casi no hay mujeres) en sillitas de plástico o tablones de madera y hablan. La conversación ofrece un manú bastante amplio, hasta ahora yo me he deleitado con: breve historia de Etiopía, por qué Lucy no puede ser tu pariente, ¿es posible que las personas que no tienen religión tengan moral?, hábitos de los Nuer, introducción al amhárico, feminismo, no todos los mexicanos se drogan, entre algunas otras. 

Entonces el tiempo pasa más rápido, el sudor se seca, me acuerdo que estoy en África y el día valió la pena. 





viernes, 14 de febrero de 2020

Voces



Estoy buscando un libro en el mueble azul de mi cuarto. Está muy arriba y uso las repisas más bajas como escalones aunque ya me han dicho que no debería de hacerlo. Me imagino cayendo en cámara lenta, seguida de los libros, seguidos del librero. Me divierte escuchar cómo  la voz en mi cabeza relata el episodio en tercera persona mientras intento mantener el equilibrio. Consigo mi tesoro y estoy de un salto en el suelo. 

Lo mejor de leer es que cuando se hace bien, es decir, cuando me dejo arrancar de verdad, termino hablándome con la voz de los autores como si se le pegaran por un rato a la voz con la que me hablo a mí misma.Hay más o menos diálogos, humor, ironía, descripción de los paisajes... según el tono del libro de turno. 

Los personajes de los libros tienen suerte. Tienen que esforzarse poco para resultar interesantes, tiernos o simpáticos. A veces no tienen que hacer nada, pero los queremos porque los conocemos por dentro, sabemos lo que piensan o lo que les da por hacer cuando están solos. Incluso sabemos que les da miedo hacer esas cosas cuando no están solos, y los queremos más por eso. A ratos, me gustaría ser el personaje de un libro. 

El autor hablaría hoy de una mujer cansada que se ahoga en el calor de la tarde mientras suda, mirándose las puntas de los pies y que todavía no puede creer que está en África. Yo, no digo nada. 

lunes, 3 de febrero de 2020

Mujeres





El gobierno está tan ocupado haciendo política que no le dan a la gente ni lo más básico. No sé cómo llegamos a esta conversación. Estamos los tres apoyados afuera de la puerta de mi cuarto, de manera improvisada justo a punto de irnos, tal como suelen empezar las mejores conversaciones. 


Ella es joven, su inglés es bueno, su voz, seria y profunda. La importancia que imprime en cada palabra puede palparse. Se trata de una injusticia que la interpela desde muy hondo. Es una historia que debiera ser contada en lengua materna. 


Su primera frase es lapidaria: 

-Las mujeres, cuando nos casamos, ya no somos personas. Nos tratan como cosas. ¿Sabes? Yo soy una segunda esposa. 


Guardo silencio porque no sé qué decir. Quiero preguntarlo todo, pero tengo miedo de lastimar, de asumir, de no asumir. Por suerte mi gesto se adelanta y Choll explica. Es porque le pertenecemos al marido. Sigo sin encontrar algo que decir y ella continúa. Cada vez más rápido, en un tono cada vez más fuerte pero siempre clara, responde a lo que no me atrevía a preguntar: No, claro que no nos gusta. Nosotras no podemos elegir, no le podemos decir que no nos gusta y sí, la ley dice que ya nos podemos divorciar, pero, ¿la ley? aquí no gobierna la ley, aquí manda la costumbre y además, la verdad es que nadie sabe lo que pasa en Gambela. ¡Y quién se va a querer divorciar si te van a ver mal y además se van a quedar con tus hijos! 


En este punto decido que voy a dedicarme a escuchar, porque en medio de mi aturdimiento encuentro que es lo único que puedo ofrecer y ella, sin saberlo, va respondiendo a muchas de las preguntas que me habría gustado hacerle. 


Por eso muchas mujeres se ven tan viejas, porque han tenido muchos hijos y están tristes. Además, cuidar a los hijos es mucho trabajo. También es por eso que casi no nos escogen en las entrevistas de trabajo. Sí es verdad que a las mujeres les va peor, pero no es porque no sean listas o no quieran estudiar, es porque tenemos menos tiempo desde siempre, desde niñas. 


Claro que no nos gusta -repite- pero muchas mujeres piensan que como así ha sido siempre no podría ser de otra manera. Para pelear por los derechos es necesario conocerlos, si no, da mucho miedo, ¿sabes? 

Yo a mis hijos les hablo, a los cinco, y los trato a todos igual para que entiendan que también las mujeres somos personas. Es poco, pero significa hacer algo y hasta eso tiene su riesgo. Si el padre escucha, nos pega.


-¿Y... la escuela? dijo yo, bajito. ¡No, todos los maestros son hombres! 


Se inclina por un foro. Un espacio donde todas puedan hablar. Entre todas, está segura, acabarán dando con una solución.  


-¿Tú crees que fui clara? me dice, seria. Yo tengo que hacer algo.


Triste que las mujeres de Gambela, aunque se sientan tan solas, no estén solas.   


domingo, 26 de enero de 2020

Dudas



Nguenyyiel. Refugiados. Campo de refugiados. Sudán del Sur. Guerra. Trato de formarme una imagen en la cabeza y no lo logro. Visualizarlo me resulta muy difícil aún después de semanas de leer al respecto; peor aún, cuanto más leo más complejo se torna y por lo tanto más difícil me resulta imaginarlo. 

Leo también que organizaciones internacionales importantes, de esas que tienen muchas siglas en el nombre, coinciden en que la educación en los campos de refugiados es de una importancia capital porque devuelve a los niños un cierto sentido de normalidad, además de ayudarlos a convertirse en individuos productivos para la sociedad. Preguntas sobre la normalidad aparte, encuentro difícil conciliar esta sentencia con las estadísticas atroces que nos presentan unos párrafos más adelante sobre el miedo, la violencia y el hambre. 

Confesión: Aunque he sido maestra durante algunos años, no tengo claro qué es la educación, por más que haya tratado de enfrentar seriamente la pregunta. 

Lo que sé: En Nguenyyiel hay niños, hay maestros, hay algo parecido a una escuela y mi tarea es ayudar a los maestros de esa escuela a mejorar la calidad de la educación de esos niños. 

Lo que no sé: Qué hacer. ¿Qué clase de currícula es pertinente en situaciones así?, ¿qué merece el título de educación en esos casos?, ¿qué es pertinente pedir y qué es lo mejor que se les puede ofrecer a los niños que han sufrido en carne propia las peores caras del hombre?

Apuesto de momento por tejer a través del diálogo con preguntas que nos ayudan a encontrarnos. Si la libertad fuera un color, ¿cuál sería? Si la familia fuera un animal, ¿qué animal sería? ¿y la paz? Pero hay otra que se queda conmigo: Si la educación en este sitio fuera un pájaro, ¿podría volar?  






domingo, 19 de enero de 2020

Polvo


Meskel Square


Me sorprende la omnipresencia de la pobreza. La miseria se desborda por todos los frentes: se ve, se escucha, se huele, se toca con la mano, se confunde con la no miseria y la interpela, volviéndola también miserable y haciéndola sentir incómoda. Lo mínimo es privilegio frente al que no tiene nada.

A donde se dirija la mirada, el paisaje aparece cubierto por capas de abandono: Edificios a medio construir, calles a medio hacer, casas que se quedan en el intento, coches a punto de colapsar, basura acumulada y todo cubierto insistentemente por el polvo.

No hay forma de no verla. Aquí no hay dónde esconderse para sacarle la vuelta y olvidar. La pobreza está en todas partes y desde el segundo piso del edificio triste y desconchado en donde duermo se ven pasar los que no tienen nada. Y desde el autobús que sigue en pie gracias a algún conjuro milagroso, se ve a los que no tienen nada. Y desde la calle, a pie, se ve a los que no tienen ya fuerzas ni voluntad para seguir andando.

lunes, 13 de enero de 2020

Frey



Antes nosotros éramos una buena civilización. Fuimos de las civilizaciones más avanzadas hace muchiiiiiisimos años. Todavía algunos de nuestros antepasados hicieron historia, pero los de mi generación no vamos a hacer historia. Somos un país atrasado. Tal vez volvamos a hacer historia, pero en muchiiiiisimos años. La culpa la tiene la religión. 

Nos esclavizaron y después nos trajeron la religión, que para mí es otra forma de esclavizar porque te destruye la mente. Nos quitaron nuestra cultura, nos trajeron la religión que no nos deja trabajar porque tenemos miedo. Hay muchos santos, muchos días festivos en los que tienes que quedarte en tu casa. Hace poco fue Navidad y en unos días viene la fiesta de... ¿cómo se llaman esos con alas? ¡Ángeles, sí! La fiesta de Gabriel, ese es un ángel. Si es así todo el tiempo, ¿cómo vamos a mejorar?

Rezar es bueno. Hay que estar con dios. Pero eso se puede hacer en un momento antes de salir de tu casa y tener algunos días festivos, sólo las fechas muy importantes, pero sin dejar de trabajar. 

Además, también nos roban. A los que tienen una mente muy buena les ofrecen un poco de dinero en algún país extranjero y se los llevan. Nos quitan a los inteligentes. Digo que nos los roban porque esos, aunque vuelvan, ya son distintos. Ahora ven las cosas de otro modo y dejan de ser parte de nosotros, por eso muchos se quedan allá. 

Todo esto me lo explica Frey a raíz de que me acerqué a preguntarle qué se podía hacer un domingo en Addis Abeba y me sugiriera ir a la plaza de Menelik II si quería saber algo más de su historia, de la que también me explica un poco. Me cuenta cómo es que Etiopia, Djibouti y Eritrea fueron en algún tiempo el mismo país y las razones de que ahora estén divididas y se enreda en una discusión con Abraham, que llegó hace un momento, sobre su calidad de héroe patrio. 

Salam! Yo saludé a Frey en amhárico por hacer la gracia, pero el resto de la conversación se dio entre inglés, gestos y Google, y se vio interrumpida sólo por las escasas ocasiones en las que ella tuvo que contestar el teléfono o atender a algún otro huésped, cerca del final del final de una jornada de 24 horas por la que le pagan $1.50 dólares.  




martes, 7 de enero de 2020

Wondu

La vista desde mi hotel en Addis Abeba

Después de unos días en Sevilla que se merecen su propia entrada de lo bonitos que fueron llega el tan esperado momento. Ahora sí ya me voy a Etiopía, mañana, en pleno Día de Reyes para amanecer en Navidad. Sí, todavía no entiendo por qué, pero en Etiopía, además de que estamos en el año 2012 según su calendario de 13 meses (doce de los cuales son más o menos largos y el último dura unas veces 5 días y otras 6. En esos días, como no supieron muy bien qué hacer con ellos, no cuentan, y como no cuentan, se trabaja sin paga). Todo esto me lo cuenta Wondu, el chofer que me llevó del aeropuerto al hotel, pero todavía falta un rato para conocer a Wondu. 

En la cola del aeropuerto hay mucha gente, muchos niños y muchos bultos. No lo entiendo, ¿para qué quiere toda esta gente ir a Etiopía justo ahora que se terminaron las vacaciones?, ¿por qué llevan tanta cosa? Se me ocurre que tal vez lleven a sus familias cosas que en África no hay pero aún así miro mi maleta morada con desconfianza. ¿Me faltará algo? Esperemos que no. En el vuelo me toca a lado de una mujer desconsiderada y gigantesca. Ella se pone un cojín para que no se le tuerza el cuello, se duerme y se desparrama. Yo, aplastada, me duermo un rato también. Llegamos. 

Todavía no estoy en África. África está pasando migración y en migración hay muchísima gente. Nos acomodan en filas según un criterio que desconozco, la mía no es muy larga, pero se mueve lentísimo. Me pongo a hablar con un español que también viene con una ONG. Me mareo y me asusto un poco. ¡Mierda! ¿Justo ahora me tenía yo que poner mal? El hombre, que resulta que es médico, me dice que no es nada, se ofrece a hacer la cola por mí y me dice que me acueste. Me tiro en el único banco de la sala, donde además hace un calor espantoso y una mujer que pasa me regala un chocolate. 

Salgo de esa sala espantosa, se me pasa el mareo y espero la maleta. Tarda muchísimo, pero llega. Ahora sí ya llegué. Salgo del aeropuerto y me encuentro con un mar de gente, una multitud frente a una valla de las que se ven en los conciertos o cuando va a pasar alguien importante, pero sólo pasamos nosotros, gente con cara de cansada y muchos bultos. No veo a Wondu por ningún lado y me abordan todos los taxistas del mundo. A uno le digo que ya me están esperando y saca su teléfono: No lo has encontrado, llámalo. Le explico que no he empezado a buscar, pero insiste: es más fácil, llámalo. Como tiene toda la razón le hago caso. 

Wondu sale de entre la multitud, me da la bienvenida y me abraza. Me pregunta si había estado en Etiopía y cuando le digo que es mi primera vez en África se ríe, me da otra vez la bienvenida y me abraza. En el camino me cuenta muchas cosas y cada vez que lo hago reír o coincidimos en algo, las choca. Me dijo cómo decir algunas palabras como 'hola' y 'plátano' en amhárico (que ya olvidé) y que Etiopía es un país en desarrollo, por eso hay tantos edificios en construcción. Es verdad, el camino del aeropuerto es verde y gris.