Todavía un poco más adelante tenemos la glorieta de la cabra donde uno pensaría que puede elegir, pues no. Tienes que seguir recto. El camino de la izquierda lleva a una calle cerrada (más que una calle cerrada, una calle completamente abierta a la nada, a un descampado), el camino de la derecha lleva al hotel Baro, así que seguimos derecho rumbo a todo lo demás. Un súper que no tiene casi nada y un mercado que tiene objetos inimaginables. En este punto tu cuerpo ha perdido tanta agua y estás tan pegosteoso y caliente que tienes que parar. La última vez yo opté por entrar al súper a comprar la paleta de helado más cara de la historia, pero hay más opciones de refugio disponibles.
En ese momento te das cuenta de que estás terriblemente lejos, porque aunque la distancia sea la misma, ahora estás cansado, muy cansado. Lentamente, emprendes el camino de vuelta. Te detienes en uno de los últimos puestos a comprar plátanos (es esencial en estas condiciones no llevar nunca más peso del imprescindible).
Entonces pasa Gambela. Estás a punto de entrar cuando escuchas tu nombre. Están bebiendo té, cerveza, vino, café, agua embotellada o todas las anteriores sentados (no es genérico inclusivo, es literal, hombres. Aquí casi no hay mujeres) en sillitas de plástico o tablones de madera y hablan. La conversación ofrece un manú bastante amplio, hasta ahora yo me he deleitado con: breve historia de Etiopía, por qué Lucy no puede ser tu pariente, ¿es posible que las personas que no tienen religión tengan moral?, hábitos de los Nuer, introducción al amhárico, feminismo, no todos los mexicanos se drogan, entre algunas otras.
Entonces el tiempo pasa más rápido, el sudor se seca, me acuerdo que estoy en África y el día valió la pena.