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jueves, 5 de marzo de 2020

Refugiados

Nguenyyiel


El camino al campo de refugiados es de las pocas cosas que son tal y como me las imaginaba. Es como en las películas: El chofer local conduce la camioneta que lleva una banderita al frente y el logo de la ONG por todos lados. Escuchamos música y nos movemos por un camino de tierra en medio de la nada. De vez en cuando se cruza una cabra, una mujer que lleva leña, una vaca o un grupo de niños.   

La idea del campo de refugiados es la que más tiempo me consumió antes de llegar. Traté de leer, de preguntar, de informarme para poder imaginarlo, pero no logré nada. Ingenuamente, pensé que cuando lo viera podría entenderlo. No. Describir la experiencia de un campo de refugiados se me antoja tan complicado como reconstruir la copa reventada por un grito completamente a ciegas. Lo consecuente sería tal vez no escribir nada. 

El campo reverbera en mí hasta mucho después de haber salido. Mientras estoy allí tengo dos posibles estados anímicos que desgraciadamente no controlo: completamente presente y entregada a lo que tengo delante, o absolutamente desorientada al punto de no recordar la puerta por la que acabo de salir. 

Si ya intelectualmente la idea me resulta compleja, emocionalmente no tiene ni pies ni cabeza: gente que vive confinada a un espacio delimitado específicamente para ella y que difícilmente puede abandonar. Gente que depende de la ayuda de otros, de la buena voluntad de otros, de la logística y de la buena suerte para tener agua y comida. Son extranjeros, son extraños, hablan otra lengua, son negros, son hordas, están cansados. 

Más allá de eso, la visita al campo de refugiados invariablemente me hace sentir triste aunque siempre aprendo, me río y, de alguna manera, lo paso bien. Eso es lo inquietante, lo paso bien porque gente como Simon me cuenta historias mientras me explica el significado de su brazalete, las mujeres me preguntan por el significado de mi tatuaje mientras intentan borrarlo y me explican el significado de sus nombres, los niños me tocan el pelo y me hacen parte de un juego que no entiendo, pero juego. 

Yo escucho, hago preguntas, observo, tomo notas y me siento un poco avergonzada y culpable por pasarla bien con ellos porque no sé qué es lo que yo les estoy dejando, quisiera darles todos los abrazos, porque eso no tendría que haber pasado, porque al final del día yo dejo el campo, y ellos no. 


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